¿Sobre qué se puede hablar en estos días que no sea de fútbol? La fiebre por esta justa deportiva que tiene alcances mundiales, en México adquiere características de una fiesta patria. Como si fuera septiembre, en las calles ondean banderas tricolores y en cada esquina se ofrecen las camisas verdes o rojas, misma que todos portaremos jubilosos cuando juegue la selección nacional.
Una presencia constante en el hogar, en el lugar de la comida o del trabajo, es la enorme pantalla verde encendida a todas horas que muestra a jugadores atrás del balón, o al cronista que lanza un grito de goooool (antes tan auténtico y hoy tan artificial), o a especialistas que interpretan, explican y pronostican.
Bien por la felicidad pasajera que este deporte reporta a una ciudadanía que, a pesar de los agobios que le causan la inflación, los impuestos, el insoportable tráfico, las lluvias torrenciales, la inseguridad, los baches y tantos otros pesares, sigue proclive a las celebraciones y al mitote.
El país enloquece por el cabal desempeño del portero nacional, pero olvida los pasos escabrosos que el equipo aún debe sortear. Optimista, anhela dejar en el pasado la triste trayectoria que históricamente lo ha frenado en la misma frontera.
Asimismo, nos llena de esperanza constatar que equipos aparentemente ‘débiles’ (algunos latinoamericanos), triunfen sobre los ‘fuertes’ (algunos europeos), y los manden de regreso a casa. ¿Podría ser esto un augurio para el futuro político y económico de América Latina?
Por otra parte, frustra y enoja, constatar que la competencia por la copa mundial ha dejado de ser una contienda que promueve valores de honestidad y convivencia amistosa, para convertirse en un negocio internacional, multimillonario y corrupto.
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